por Caius Apicius
En estos tiempos, cuando alguien oye o lee la expresión “latino” la asocia inevitablemente con los naturales de los países que forman lo que llamamos Latinoamérica; pero no siempre fue así. No, al menos, en Europa.
En Europa, los países latinos eran Italia, Francia, España y Portugal, es decir, aquellos que fueron intensamente romanizados y cuyos idiomas derivan del latín. Países en teoría humanistas, por más que hoy apenas se enseñen lo que llamábamos Humanidades. Y países, y esto lo digo yo, en los que se practican las mejores cocinas europeas.
Vamos a explicar, a modo de ejemplo, el tratamiento que esas cocinas dan al pollo, al gallo y a la gallina. Deben ustedes pensar que se trata de recetas ya antiguas, de cuando un pollo era un pollo, de corral, que vivía, como las gallinas y no digamos los gallos, en libertad vigilada. Pollos que sabían, quiero decir que tenían sabor.
Los franceses han hecho del gallo un símbolo nacional: las camisetas de las selecciones francesas de fútbol y rugby lucen un gallo en la pechera.
Cuentan que alguien sugirió a Napoleón que el gallo figurase en las armas de Francia; el emperador lo descartó, porque “el zorro se come al gallo”, y el zorro en aquellos tiempos, para Bonaparte, era Inglaterra. Así que hablamos de las águilas napoleónicas, y no de los gallos napoleónicos.
La máxima expresión de su cocina, en Francia, es el gallo al vino (“coq au vin”), una de esas recetas que forman parte de la “cuisine du pays”, de la cocina regional, base de la gloria culinaria francesa. Un guiso tradicional, que requiere, si no un gallo, sí un pollo de tamaño y edad, y criado un poco a su aire. Su vino, un Borgoña.
La aportación española tampoco se hacía, en origen, con pollo; hoy sí. Hablamos de la gallina en pepitoria, otro guiso, también de origen popular, de nombre que nadie ha sabido explicar.
Una gallina gordita, mejor joven que vieja, quedará estupenda en esa salsa blanca en la que intervienen almendras y, si los hubiere, los huevos que estaban por poner en el oviducto del ave. Un Rioja va perfecto.
Dejamos los guisos y nos vamos a las parrillas, a los asadores. Los portugueses presumen de hacer el mejor pollo asado del mundo, su “frango á grelha”, que suele hacerse sobre brasas, en asador giratorio, lo que aporta un toque de barbacoa al pollo; normalmente, se adereza con una salsa llamada piri e piri, bastante picantilla. Pide un vino del Douro.
Para Italia, el “pollo alla diavola”, hecho en parrilla, sobre brasas, abierto como un libro y aplastado; también toma un sabor excelente, pero todo se olvida con esa salsa diabla que, según el patriarca de la cocina italiana, Pellegrino Artusi, se llama así porque quien la prueba “tiene ganas de mandar al diablo la salsa, el pollo y a quien lo ha cocinado”. Lo suyo sería un Chianti.
Pollo. Una carne sana y, hoy, barata, presente en todo el mundo y sin ningún problema religioso. Lo mismo se puede usted comer un pollo duro como una piedra en un safari en Kenia que disfrutar de un pollo al curry lleno de matices en la India.
Cómo han cambiado las cosas. El pollo, que cuando yo era niño era un plato de fiesta, porque los pollos eran más caros que los filetes de ternera, es hoy, seguramente, la fuente de proteínas animales más barata y extendida. Pero lo ha pagado con la insipidez. Por eso es tan importante elegir un ejemplar de calidad para saborear las estupendas recetas que han creado los latinos… europeos.
EFE.